PREMIO TEMA QUEVEDO
A D. Francisco de Quevedo y Villegas,
que soñaba en las torres y luchaba en los versos.
Entre buscones y busconas
cuyo estigma amó a clavo
ardiendo -gran paradoja-;
lenguas que dicen muertas
y más vivas, casi sierpes,
lanza pullas, cobra ataques,
y de su musa cordobesa
hace acopio de prestancia
D. Francisco de Villegas,
aunque griten “agua vaya”
y se aloje en otro bardo,
más propio de conejeras.
En la Corte era sabido
-tabernas y tabernáculos-,
que la española, si besaba,
rozaba apéndices lacios
tras la Casa de las Pavas,
y jugaba a la más alta
-órdago, envido o farol-
que daría muerte y catáfora
a osunenses en Andalucía,
a rengas venecianas,
cortoinsanos de Madrid
o antecojos de Aragón.
Las lágrimas de Jeremías
quizá venían rodando,
como cantos desgastados,
antes de vestir los hábitos
-aquél que nunca se habituó
y el de la roja cruz, gran remiendo-,
desde el tiempo descartado
en que pagaba con sorna
los cuchillos afilados,
los “voto a Dios, por vos miento”,
faltriquera y guardarropa
en el mundo por de dentro.
En la Torre de Joray, desierto
se divisaba, y su rastro,
que no hollaba arena,
dejaba sueños, alguna epístola
y cien poemas. Y Góngora descarta;
ya no hay as en manga ajena,
que si al de órdenes menores
le pregonaban la fama,
eran sátiras y pliegues
de culta latiniparla
que el de Madrid sujetaba.
Y en palacios y altos muros
de enemigos y potentados,
había quien alguna vez porfió
que en lupanares lobos aullaron
a inquisitorias alimañas.
A las duras y más duras,
(cuarentonas hubo alguna),
Filis encontró el camino
que le mostró la caterva,
que supo de sólo oídos
y de orejas superpuestas
que suya fue, y más nuestra,
su cuna y su sepultura.
Autora: Verónica Redondo
PREMIO TEMA LIBRE
Ya veréis como sí, algún díaA todos los niños brutalmente asesinados en todas
y cada una de las injustas, innombrables,
vomitivas y vergonzantes guerras del mundo.
Las vacilantes moscas se alejarán de los platos
y de las córneas de los ángeles abandonados.
El retumbar de trompetas venéreas
y el restallido de inmensas flores de fuego harán la misma cosa.
El cielo se tragará el oscuro y denso cielo,
y una digestión sedosa coronará en azul durmiente
y maternal las pieles de los niños. Sus sueños
no estarán nunca disecados en ordenadores de señores obtusos y sus pizarras vileda.
Sus risas restallarán por las calles cicatrizadas
y los parques de dulce reinicio.
Sus manitas volarán como palomas cuánticas
al encuentro de otros dedos de azúcar y leche
que regalarán caricias y lunas,
caramelos de noche y peladillas de alba.
Habrá cobijo de bosques y abuelos,
y un montón de musicales bicicletas para el camino.
Cada uno de ellos será héroe de leyenda
en los cuadernos del poeta,
y cada una de sus sonrisas escalará
a los pliegues pesados de las frentes grises
y mediocres de los que ordenaron las destrucciones
y los imposibles olvidos.
Ellos viven porque hay vida.
Ellos son porque mi pena no les olvida.
No les puedo ignorar
tras el regalo de sus distancias, sus risas,
sus proyectos de travesura
y aventura de primeras adolescencias
regadas con caricias furtivas que ya nunca serán.
Ellos habitarán por siempre en mi corazón
y yo extenderé sus brazos a los continentes y sus oídos.
Habrá despachos que querrán silenciarme
no tan funestamente como a ellos silenciaron.
Pero mi verbo y mi grito saltarán por los acantilados,
escalarán los montes, treparán por los rascacielos.
Mi promesa de justicia a sus pestañas de lino
grabaré en las piedras, en los pechos, en los ríos.
Lloraré una y mil noches
el quebranto de sus huesos de leche o luna,
y golpearé con versos o firmes prosas
a quien encienda a los ignorantes con las confusas llamas
de los periódicos y telediarios,
a quien apriete con dedos de muerte ciertos botones rojos.
Os tengo en mi tinta, en mi uña, en la yema de cada dedo.
Salís de mis venas o arterias últimas
porque os lanzo desde el corazón
en forma de sangre enérgica al cuaderno.
Llegáis en un discurrir rojizo que se muta en la página al negro de luto.
Permaneceréis en las memorias de las miradas curiosas
que asomen a mis páginas, que son el homenaje vuestro,
mis ángeles, mis niños, mis más queridos muertos.
Autor: Sergio Villanueva
PREMIO JOVEN
La canción de Sylvia
No he podido advertir las cuentas tristes del collar del tiempo.
he sido incapaz de sostener entre mis dedos el hilo de la vida,
que de pronto se ha convertido líquido y sin más,
se ha colado entre las falanges que se van quedando huecas.
Ya no hay paisajes escritos, ni palabras de tinta fresca.
No queda más remedio que aceptar el cómo.
No queda más que seguir los caminos marcados
si al final, toda meta es idéntica y seguimos
atados a un mismo gesto, cogidos de pies y manos,
ciegos, lanzados hacia aquello de lo que siempre huimos
con las pesadillas engarzadas en la piel.
Al final no es tan malo como lo habíamos imaginado.
La piel es la misma aunque se desgaste, la vida sigue aunque ajena.
De mis ojos crecerán crisantemos encendidos y mis manos,
tan inútiles para sujetarme a este envase,
ya no tocarán las tuyas sino otras distintas:
la madera de pino, la tierra, el gusano.
No me voy a arrepentir de nada, no importa lo que perdí.
Me quedé sin amor, sin dinero y sin salud,
esas célebres tres cosas que debían darme felicidad.
Sin embargo hice un camino, me desvanecí en las sombras
y, a pesar de ello, conservé ciertos amigos
que no tenían picos curvos y alas negras.
Esos, los otros, ahora me acompañan con su grito
y es cuando puedo entenderlos, comprender su canto,
que me doy cuenta que no ocurre nada distinto
de un brutal cambio de estado.
He metido los dedos en el agua, enamorada
de mi propio reflejo vibrante en la superficie.
Del otro lado no encontré tus palabras toscas
tan inexpertas para hablar de cadenas perpetuas,
de amores a largo plazo o infinitos.
No encontré sonido alguno, ni siquiera la luz
que dicen algunos que se ve, ni las voces
que, como hambrientas sirenas en las rocas,
intentan atraerme con sus pérfidos cantos.
No hubo más que un silencio húmedo,
como un sumergirse sin estrépito
donde hubo un hundimiento de barco mudo.
Me perdí entre las algas y mi mirada,
que ya se torna crisantemo y lo siento,
no se acostumbró jamás a la sombra.
La música de las lágrimas ajenas repiquetea
como una extraña lluvia amarga y vana
sobre la madera que se hunde y me contiene,
vacía y sola, envuelta en mis mejores trajes.
Mi conciencia, que vaga entre los presentes,
me advierte que no todo es difícil,
que al final todos somos la misma sombra
de la que nacen flores moradas y nomeolvides:
fríos pero sin angustia.
Con el tiempo todo pasa, con el tiempo todo se olvida.
Por eso mis ojos se abren en nuestro cuarto amarillo,
mi mano se dirige a la tuya cálida de sueño,
la busca entre las sábanas para apretarla
justo antes de que amanezca y la no pesadilla
se esfume del todo, se convierta en bruma.
Por eso la cojo con fuerza y la llevo a mi pecho
antes de que del otro lado de la ventana,
recortado contra el cielo rojo y negro,
se dibuje el perfil de un ciprés que desafíe al cielo
en cuyas ramas anide ese cuervo amigo
que algún día me hundirá en el silencio
donde nunca pasa más nada que lo de siempre.
Autora: María Zaragoza